28.11.10

No volveré...

Es una situación de lo más absurdo ésa en que parece que no existe el tiempo porque estás básicamente dormida y, si te despiertas eres como un zombie y luego apenas recuerdas nada. Como estar muy borracha, a las puertas del coma etílico. Es penoso. Volví a quedarme dormida, normal en mí, y me desperté con la extraña sensación de no estar sola. Al entreabrir los ojos distinguí la presencia de una enfermera.

Aquella enfermera me miraba fijamente desde los pies de mi cama. Con la cantidad de tranquilizantes con los que me estaban atiborrando no era raro que no la hubiera oído llegar. Pero me sobresaltó; si hubiera tenido fuerzas hubiera gritado o saltado de la cama, sólo que yo no podía moverme. Estaba demasiado débil como para poder pensar con claridad qué era lo que me asustaba de aquella enfermera. No dije nada. Miré su indumentaria, estaba claro que debía de ser una de monjas que colaboraban con el hospital, aunque era la primera vez que veía un uniforme como aquel, el corte era distinto, la falda era más larga y llevaba unas grandes hombreras que le daban el aspecto como de un robot. O a lo mejor lo que la hacía parecer un robot era que tenía algo que no parecía humano. El caso es que podía jurar, aunque su aspecto lo desmentía, que era muy mayor. Cerré de nuevo los ojos intentando reunir las fuerzas necesarias para poder hablarle y pedirle un poco de agua o de zumo, tenía los labios secos. Al abrir los ojos tenía un vaso de zumo de melocotón junto a los labios y aquella monja me lo acercaba con una mueca que quería ser una sonrisa. Bebí con ansia el líquido y miré los ojos de la monja. No pude leer nada en ellos pero sentí como que me estaba intentando transmitir algo, quizá paz. Pero conseguía cualquier cosa menos eso. Aunque me inquietaba, no estaba para pensar demasiado en la monja. En realidad estaba absolutamente drogada.

Junto a mi cama estaba el hombre mayor que había sido mi compañero durante los últimos días, mirándome con su mirada vacía como siempre. Parecía no darse cuenta de la presencia de la monja. Cuando hube bebido un sorbo de zumo, la monja lo cogió y lo dejó suavemente sobre la mesita que había junto a la cama. Ella tampoco había dejado de mirarme y yo quería, necesitaba, gritar.

Por alguna razón me acordé en aquel momento de mi abuelo Manolo, que decía continuamente aquello de “¡qué difícil es morirse, hija!”. Claro, que mi abuelo Manolo empezó a decir aquello a partir del día en que cumplió los setenta años sin que, en ese momento, se sintiera especialmente mal y se murió casi a los noventa. ¿Por qué estaba pensando ahora en mi abuelo Manolo?.

Miré a la monja que se iba alejando hacia la puerta y, por algún motivo, pensé que no tenía piernas o que llevaba puestos una especie de patines y que estaba deslizándose, rodando, hacia la puerta. ¡Mierda de tranquilizantes!.

El hombre seguía allí, paciente, mirándome a ratos y a ratos mirando al techo. Se diría que había estado a mi lado desde que era una niña a pesar de que lo vi por primera vez hacía menos de una semana. Los ojos se me caían de nuevo y me volví a uno de esos estados de sopor en los que al recuperar la consciencia habían pasado varias horas, pero ahora no estaba sola, de alguna manera el hombre mayor se había venido conmigo, como si yo lo hubiese arrastrado.

Sentí que estaba en una habitación cerrada, sin demasiada luz, agradable. Y no había sopor. En aquella habitación no parecía haber frío ni muebles, sólo un silencio blando. El hombre me cogió de la mano y me dirigió hacia una puerta de cuarterones que yo no había visto hasta ese momento. Uno de los cuarterones era de cristal, como en las aulas de los colegios, a la altura de la cara. Sin mover los labios me hizo mirar por él.

Podía ver mi habitación del hospital. Era absurdo, ya lo sé, pero la cosa es que la veía y, lo que era más extraño aún, podía verme a mí también dormida en ella. Aparté la vista y lo miré extrañada. El hombre seguía mirándome y yo temí enfrentarme de nuevo a una de esas miradas que, aunque siempre vacías, podía adivinar cargadas de socarronería. Pero no había ni un destello de burla en el hombre. En la habitación entró una enfermera – más normal que la de hacía un momento – que, rápidamente, descolgó el teléfono bastante agitada. En pocos segundos se llenó la habitación de personal sanitario y de aparatos de reanimación. Unos segundos más tarde sentí algo así como si me hubieran tirado una piedra en la cabeza, un dolor increíble. Me agarré con todas mis fuerzas al marco de la puerta pero el hombre me quitaba las manos y no me dejaba. Otro golpe. Ahora podía notar como algo me empujaba fuera de aquella habitación hacia arriba, me levantaba. El hombre me había cogido por la cintura y no dejaba que me fuera a pesar de que estaba flotando. El hombre parecía querer que entrara por la puerta. Con el tercero de aquellos golpes el aire se me escapó del pecho dejándome vacía, como si hubiera pasado una apisonadora por encima de mis pulmones. El hombre aprovechó mi desconcierto para meterme en volandas a la habitación. Supe que estaba de nuevo dentro de mi cuerpo.

¿Qué era lo que me había pasado?, ¿Había estado acaso muerta durante algunos minutos? Ahora estaba plenamente consciente de todo, pero por alguna razón que se me escapaba no podía moverme, ni siquiera podía abrir los ojos, pero podía notar cómo algo, alguna máquina, hacía que el aire entrara una y otra vez en mis pulmones y me iba llenando de vida, como si me estuviera cargando las pilas. Y, claro, volví a dormirme.

Cuando desperté era de día y tenía la sensación de haber estado toda la noche haciendo de costalero llevando un paso completo de los de Semana Santa por el centro de Sevilla, me dolía hasta respirar. Mejor dicho, me dolía especialmente respirar. Me habían intubado y estaba conectada un respirador y a varios aparatos de esos que hacen todo el tiempo bip, bip, bip que se ven en las películas y que cuando se muere el que lo tiene puesto se oye un biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip muy largo.

Poco a poco, me fui acostumbrando a los tubos que me inyectaban el aire a presión y me fui quedando atontada. Cuando desperté, María estaba a mi lado.